Nuestra libertad, paso a paso
El acto más cotidiano de libertad es el movimiento. El hecho de poder llegar a donde necesitamos ir nos hace sentir libres. La libertad de ir al encuentro de los otros es el fundamento de la vida en común que durante siglos nos hemos otorgado a nosotros mismos. Los espacios públicos nos permiten no olvidar que no estamos solos.
Todo ciudadano que sale a la calle, que transita por ella, que la vive y la disfruta, no solo está velando por su calidad de vida, sino también por la calidad de su entorno. Los ciudadanos no queremos aislamiento, no queremos individualismo. Queremos espacios comunes para vivir y desarrollarnos. Cuando obligamos a nuestros mayores y nuestros niños a quedarse en casa por el peligro que entraña el tráfico, por una escasa accesibilidad de nuestras ciudades y pueblos, nos estamos dejando vencer y estamos eligiendo una sociedad injusta, no sólo con los más débiles, sino con nosotros mismos. Negamos a nuestros niños el placer de encontrarse a sí mismos a través del aprendizaje de lo comunitario. Condenamos a nuestros mayores a ver la televisión en soledad, en un camino estático hacia la muerte. En una huida hacia delante solo encontramos apatía, estrés e infelicidad.
Nuestras ciudades son más grandes, más luminosas y más limpias que hace unas décadas. Cuidamos más del medio ambiente y se nos ofrecen más y mejores servicios en relación con él que hace medio siglo. Pero las ciudades actuales limitan más la libertad y la autonomía de todas las personas, sobre todo las de las más débiles, porque nos hemos equivocado. Derrochamos espacio y energía en un círculo vicioso sin fin. Durante muchos años nuestras ciudades han estado organizadas en función de los automóviles, numerosas decisiones urbanísticas y de movilidad se adoptaron, y se siguen adoptando, en función de la circulación. Ahora mismo, una persona puede comprar los coches que quiera si tiene dinero aunque no tenga ni un solo lugar donde aparcarlos. A nadie se le obliga a tener un espacio para guardar su coche antes de comprarlo, ni se prohíbe vender automóviles a los concesionarios en aquellas ciudades que están atascadas y que tienen hipotecado ya su espacio para aparcamientos.
Buscamos soluciones mágicas y globales a la amenaza del cambio climático y la degradación del medio ambiente olvidándonos, quizá a propósito, de que buena parte de esas soluciones las tenemos en nuestras manos. Pero nos cuesta cambiar.
Desde aquí abogo por actuar desde hoy mismo. Denuncias, actividades, propuestas, participación pública. Nuestra realidad será el edificio que construyamos con nuestras propias manos. Mediante el ejemplo podemos convencer de lo útil que resulta moverse en bicicleta. Desde la palabra podemos hacer pensar. A través de la originalidad se pueden encontrar nuevas y atractivas soluciones. Puede parecer una utopía. ¿Pero no es mayor utopía el creer que este modelo no es insostenible?
Si nos quedamos quietos serán los mismos que no viven la ciudad los que insistan en “soluciones fáciles” que perseveren en el diseño de un mundo cada vez más injusto, que niegue los espacios comunes, y que sólo busque la consecución de unos intereses particulares. Nuestro interés es el general.
A finales de este siglo podemos haber dejado a nuestros descendientes un espacio menos hostil donde habitar, vivir y disfrutar, o ser recordados como los infelices que, teniendo toda la información y la capacidad, no cambiamos un modelo caduco de movilidad para abrir la ventana a nuevos aires de verdadera ciudadanía. Es el momento de elegir el rumbo de nuestros pasos.
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