jueves, 11 de octubre de 2007

El mito de la automovilidad

"Y cuando después de mediodía
Por Fontainebleau
Llegamos a París
En el momento en que se fijaban los carteles de la movilización
Mi camarada y yo comprendimos
Que el pequeño automóvil nos había conducido a una nueva época
Y a pesar de que ambos éramos ya hombres maduros
Acabábamos de nacer".

El pequeño automóvil, Apollinaire


El automóvil, símbolo para muchos de la guerra imperialista, es paradójicamente uno de los instrumentos que ha traído la paz a Occidente. O, mejor dicho, una forma de pacificación. A partir de la segunda Guerra Mundial las clases trabajadoras en Europa y Estados Unidos fueron ascendiendo poco a poco los peldaños hacia un consumo normalizado de mercancías: vivienda urbana, electrodomésticos, refrescos, comida industrial, cine, televisión y, por encima de todo, el automóvil y la posibilidad del autotransporte dentro de una red de carreteras cada vez más amplia.

Es difícil valorar hasta que punto la automovilidad ofrecida por el coche privado ha servido de recurso compensatorio para enormes sectores de la población. El automóvil da forma a la libertad en el mundo de hoy, ya que otorga al individuo un medio accesible de traslación de un lugar a otro en una unidad de tiempo relativamente breve. La edad contemporánea ha liberado la posibilidad del movimiento en unas dimensiones jamás conocidas.

Resulta fácil establecer un juicio sobre el automóvil como aparato que sirve al mismo tiempo a la guerra y a la paz. Por decirlo de alguna manera, la estructura social y económica de la automovilidad formaría una organización de retaguardia en una guerra mundial de control por los recursos energéticos y las materias primas. La tranquilidad social alcanzada en occidente descansa en buena manera sobre la expansión de una economía interior que sería imposible sin tener a disposición una red de transporte motorizado como la que conocemos. Aunque es imposible ignorar todo esto, raramente se saca de ello todas las consecuencias.

En un folleto traducido no hace mucho al francés, Automobile, pétrole, impérialisme 1 , su autor, después de desglosar algunos lugares comunes sobre la relación entre automóvil, petróleo, desastre ecológico y guerra internacional, llegaba a sugerir que «en los años venideros desconectarse del complejo industrial petróleo-automóvil será a la vez necesario y revolucionario». Incluso aunque el autor de este texto esté anclado en la jerga tercermundialista de los años sesenta, al menos reconoce que la ansiedad por sustituir el viejo automóvil de gasolina por el coche eléctrico o de otro tipo se verá frustrada por la emergencia de recursos que sacudirá el mundo. La cuestión a plantear es si conviene separar la crítica del automóvil, es decir, de la movilidad privada, de la crítica de la movilidad y el transporte en general, como hace este autor, demasiado optimista, a nuestro juicio, sobre las posibilidades del transporte colectivo.

Es cierto, por otro lado, que el desarrollo de la automovilidad era esencial para fiscalizar una actividad tan básica como es el desplazamiento. Al hacer del desplazamiento una norma, la capacidad para valorizar el transporte se multiplicaba al infinito, y con ello se daba vida a una nueva forma de economía, ampliando sus límites y su densidad. La doctrina de la automovilidad está en gran manera basada sobre la concentración productiva, la planificación urbana y la especialización laboral. Sin embargo, esto significa sólo un primer paso de la automovilidad. Es posible recordar todavía los grandes centros urbanos y fabriles donde la automovilidad era aún en gran parte colectiva. A partir de Ford, no obstante, comienza a desarrollarse una nueva época, la de la automovilidad privada, gran salto antropológico, si se nos permite la expresión, que culminará en los años cincuenta del pasado siglo, con la extensión del uso del coche a los jóvenes y adolescentes, el apogeo de la publicidad automovilística, las grandes congestiones de tráfico, los efectos contaminantes, las estadísticas de muerte por accidente, etc. El automóvil privado había conquistado su lugar en la historia.

En 1958, el historiador Lewis Mumford alertaba sobre los peligros patentes de la motorización privada en Estados Unidos. En un artículo publicado aquel año comenzaba diciendo:

Cuando el pueblo americano, a través de su Congreso, votó recientemente –1957– para un programa de autopistas de veintiséis mil millones de dólares, lo más compasivo es asumir que con este acto no tenían la más remota idea de lo que estaban haciendo. En los próximos quince años sin duda se darán cuenta; pero para entonces será demasiado tarde para corregir todo el daño que este programa, mal concebido y absurdamente desequilibrado, habrá causado a nuestras ciudades y zonas de campo.

Y Mumford añadía más abajo:

Pues el modo de vida americano de hoy día está fundado no sólo en el transporte de motor sino en la religión del coche, y los sacrificios que las personas están preparadas para hacer por esta religión superan los límites de la crítica racional. Tal vez la única cosa que podría hacer entrar en razón a los americanos sería una clara demostración del hecho de que su programa de autopistas, finalmente, barrerá el mismo espacio de libertad que el coche privado prometía concederles. 2

A finales de los años cincuenta, Mumford observaba con inquietud el devastador crecimiento de las ciudades americanas, ampliadas irracionalmente dentro de los circuitos de desplazamiento motorizado, atravesadas o circundadas por redes de autovías que las convertían en infiernos invivibles. El transporte motorizado automóvil se había desarrollado a costa de cualquier criterio de sensatez, imponiéndose sobre la necesidad de transporte y convirtiendo ésta en una falsa necesidad más de la era industrial. Mumford, humanista y reformador, todavía albergaba esperanzas de que la cultura urbana pudiera combinarse aún con un hábitat campestre y apacible, donde el acto de caminar no estuviera proscrito o marginado por los otros medios de transporte.

Conviene recordar que fue por aquella época, concretamente en el año 1957, cuando se publicaba en Norteamérica la memorable novela de Jack Kerouac, On the Road 3 , recuento desenfrenado de algunos años de la vida de su autor y sus amigos. En sus páginas se mostraba, tal vez por vez primera, el vínculo entre libertad y movilidad asociado a la nueva generación. La novela recreaba los viajes «costa a costa» realizados sin descanso por un grupo de gente que se sentían al margen de una sociedad que, sin embargo, les había impuesto la movilidad como condena. Es en ese tiempo cuando se creó la épica de una autonomía entendida como posibilidad de desplazamiento incesante.

Se tardaría algunos años en advertir la trampa letal a la que había sido conducida la población desarraigada de las nuevas ciudades industriales de Norteamérica. En uno de sus últimos libros, el ya amargado, reaccionario y alcoholizado Kerouac, poco antes de morir, se lamentaba de la deshumanización que había creado la vida industrial y mecanizada de su querido país y se preguntaba: «Dime una cosa: ¿por qué hoy día la gente tiene ese modo de andar con los hombros hundidos y arrastrando los pies? ¿Se debe a que están acostumbrados a andar únicamente cuando cruzan los aparcamientos? ¿Les ha llenado el automóvil de tanta vanidad que caminan como una panda de matones haraganes sin destinos concreto?» 4 .

Cincuenta años después de las palabras de Mumford y de la novela de Kerouac podemos comprobar que las ciudades, en relación con las vías de transporte, han continuado su crecimiento irracional. La concentración de servicios ha continuado su hipertrofia y las ciudades se han hecho inmensas, absorbiendo las barriadas y pueblos de la periferia, aumentando la complejidad de las redes de acceso y convirtiendo los espacios urbanos en lugares indeseables para vivir. Si muchos de los antiguos problemas no se han resuelto, otros nuevos han venido a situarse a su lado.

La crítica ecológica del automóvil y el transporte mecanizado sigue presa en lo que podríamos calificar como «planificación aceptable». Es decir, que ante los excesos y abusos causados por el autotransporte en nuestras vidas y entornos, se proponen medidas parciales o posibilidades de alivio, y no se abordan cuestiones de raíz. O, al contrario, se abordan soluciones globales, con visos de radicalidad, pero en el limbo de la omnipotencia tecnológica. En uno de los primeros estudios críticos sobre la movilidad, el transporte y el automóvil, publicado a comienzos de los años setenta por Patrick Rivers, un activista ecologista, La generación inquieta. Una crisis de la movilidad 5 , su autor citaba la serie de propuestas del manifiesto Blueprint for Survival, entre ellas, la «creación de un nuevo sistema social». En primer lugar, no deja de tener gracia que la creación de un nuevo sistema social se ponga dentro de una lista, como una propuestas más... cuando lo cierto es que ésta sería más bien la propuesta, a la que cualquier otra medida o sugerencia tendría que pagar tributo. En efecto, ¿cómo hablar de restablecer el equilibrio demográfico o cambiar la economía de recursos dentro de este sistema social? La posibilidad de una transformación técnica, económica y organizativa nos remite siempre a la incógnita de una revolución desconocida, imposible por ahora de racionalizar. Escribía Rivers: «El impacto que una descentralización ocasionaría en los transportes y en los viajes sería impresionante. Con la industria y la agricultura localizadas, las distancias de la comunidad disminuirían y habría menos necesidad de transportar géneros entre las poblaciones. Con la planificación de una comunidad compacta se podrían hacer a pie la mayor parte de los viajes o por medio del transporte público, etc., etc.»

Rivers asume además que esta gran descentralización será acompañada de una gran revolución tecnológica, en especial, de las telecomunicaciones, que ayudará a completar esta utopía social de una sociedad de movilidad razonable: «El perfeccionamiento de las telecomunicaciones podría aliviar la presión que sufre Londres y otros grandes centros como sitio óptimo para establecer la sede de cualquier organización, ya sea gubernamental, industrial, educativa». Por lo que parece la imaginación ecologista no ha conseguido, desde el principio, separarse de la ley de la gravedad del poder, incapaz de concebir que la organización social emprenda otro rumbo que no sea concéntrico. Así mismo, la contradicción de una cultura material sostenida masivamente por las redes inmateriales de procesamiento de información sigue siendo la gran asignatura pendiente de los nuevos reformadores sociales. Entre ellos, figuran los representantes de la llamada «ecología social» de hoy. Citaremos un fragmento encontrado en un dossier dedicado a la cuestión y editado recientemente:

Lo justo es que el Estado garantice el derecho a la movilidad con unos buenos sistemas de transporte público, a los que las personas con menos recursos puedan tener un acceso tan subvencionado como sea necesario para garantizar sus derechos, con los diversos mecanismos posibles. 6

Más abajo su autor cita algunas «experiencias de restricción al coche en las ciudades». Nos habla de ciudades como Múnich, Oslo, Ámsterdam, Berlín, Roma, Bolonia, Copenhague, Viena, etc. En todas estas ciudades se han dado pasos, según el autor, para limitar el tráfico de coches y hacer ciudades más transitables.

Estas citas demuestran que el ecologismo de hoy concede al Estado el protagonismo para efectuar cualquier cambio en la vida colectiva. En segundo lugar, el hecho de que se presenten algunas de las ciudades más ricas del mundo, auténticos centros de poder bancario y burocrático, como ejemplos de políticas de limitación a una automovilidad abusiva, nos dice mucho del imaginario ecologista de hoy. Realmente las posibilidades son aterradoras: para el ecologismo actual ya sólo el Estado y el neocapitalimo centralizado pueden ser los agentes de transformación social.

Queda por decir que la crítica del transporte y del automóvil es inseparable de la crítica del Estado, del centralismo productivo, de la tecnología industrial y de la vida cotidiana. Así mismo, y si queremos ser consecuentes, replantearnos el transporte y la movilidad implica un serio cuestionamiento no sólo de nuestro modo de vida, sino de las actuaciones que seguiremos para orientar un cambio social radical. El ecologismo de Estado, el ecologismo fascinado por el capitalismo ambiental de los países ricos, el ecologismo de la planificación, constituye hoy un enorme obstáculo para que se puedan desarrollar perspectivas de acción y organización colectiva opuestas a las tendencias destructivas actuales.

Pero desde el punto de vista del empleo de la energía la automovilidad motorizada se convierte además en un imposible para la supervivencia. Mumford clamaba todavía, con cierta ingenuidad, por coches eléctricos de reducido tamaño. Pero la cuestión vital consiste en preguntarse si la automovilidad motorizada es algo más que una necesidad creada, con un precio imponderable. Resulta cómico que al coche se le nombre «automóvil», cuando de todos los medios de traslación de la historia humana, quizá sea el menos dotado de autonomía. En efecto, el llamado automóvil, como mero artefacto, se inserta dentro de un orden técnico y económico que necesita movilizar increíbles fuerzas materiales, políticas, ingenieriles, legislativas, etc., para poder circular por una carretera.

Su capacidad de movimiento autónomo es una ficción que ha necesitado transformar el mundo, hacerlo a su medida, para que resulte creíble. La expansión interior del vehículo automóvil se acompaña por una violencia creciente en los límites externos de la vida social y económica (contaminación mortífera, accidentes, guerra, inflación, derroche energético, alienación, etc.,). Es decir, que a medida que se consolida el uso del automóvil en la vida diaria de las poblaciones de muchos países, crece la espiral de absurdos amenazantes de la economía política del automóvil, sin ver que los costes que se acumulan por dicho uso no son externos, sino que conforman el carácter suicida de la movilidad y el transporte de la sociedad contemporánea.

Cuanto más cotidiano, cercano, hogareño y práctico se vuelve el automóvil más nos oculta el perímetro destructivo que difunde. La automovilidad ficticia que proporciona el automóvil oculta la peligrosidad y la dependencia que constituye nuestro mundo moderno, sometido a los imperativos despóticos de dicha autonomía. La energía empleada, de manera global, en la actividad de transporte de personas y mercancías constituye además un inmenso dislate social y económico, pero dado que además dicha energía proviene de fuentes agotables, el absurdo se revela mayor, al aceptar que el elemento dinamizador de la actividad económica, el transporte motorizado, tiene un futuro más que sombrío. Por otro lado, es un lugar común constatar que la participación muy importante en la contaminación biosférica del transporte motorizado barre cualquier duda que pudiera quedar en cuanto a la rentabilidad de dicho medio de transporte. La automovilidad no ha surgido de ninguna necesidad común, consensuada, racional, que una sociedad determinada pudiera plantearse, ha sido sólo un lujo demencial ejercido por las poblaciones de ciertas zonas de los países desarrollados, a costa del saqueo de otras poblaciones y zonas naturales, y a costa también de la propia alienación a un objeto de consumo suntuario.

La automovilidad ha sido el privilegio de una sociedad embriagada de poder, una guerra relámpago que ha durado poco más de un siglo y que ha hecho más profunda la brecha de la iniquidad y del deterioro físico del entorno. Y decimos premeditadamente «ha sido», pues aunque la automovilidad pueda todavía prolongar su reinado durante algunas décadas, su existencia está herida de muerte: a pesar de los esfuerzos descomunales de la propaganda apologética, la automovilidad ha recorrido ya hasta el final su trayecto de destrucción. En torno al automóvil se ciernen ya los demonios desatados que preparan su final (encarecimiento del combustible y caos ecológico, sobre todo). El automóvil ha sido la máquina de guerra que ha envuelto al occidente desarrollado en una paz autoindulgente e insensata: la paz del week-end, de la escapada en automóvil hacia la playa o la montaña, la paz blindada por el control armado de países remotos.

La extensión del automóvil ha profundizado un sistema de vida cada vez más ajeno a los efectos de la economía de guerra que aquel necesita para su mantenimiento. Esta situación desplegará inevitablemente todas sus contradicciones a lo largo del presente siglo.

1 Hosea Jaffe, Parangon 2005, publicado originalmente en italiano.

2 Extraído del artículo que da título a su libro The Highway and the City, Mentor Books, 1964.

3 En el camino, trad. de XX, Anagrama, XX.

4 La vanidad de los Duluoz, trad. de XX, Anagrama, 1997.

5 Trad. de XX, Plaza&Janés, 1974.

6 Del artículo «Ideas para cambiar nuestra hipertrófica e insostenible movilidad: alternativas al coche», escrito por un miembro de Ecologistas en Acción y publicado dentro del conglomerado de revistas La Lletra A, Ecologista y Libre Pensamiento: Vivir dignamente es un derecho. Creando alternativas, invierno de 2006-07.

Fragmento de ‘Las ilusiones renovables’, de Los Amigos de Ludd
www.eutsi.org


Leído en Rebelión

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